domingo, 29 de agosto de 2010

Bicentenario Vol. 1

Ahora que estamos a punto de celebrar el Bicentenario en México y que muchos de esos que suelen tirarse al piso, ahora dicen que no debemos celebrar. ¿Porqué celebrar si el país está en medio de un caos total? Que mejor no celebremos ni demos el grito, que ahora callemos en señal de indignación.
A todos esos aguafiestas yo les pregunto: Si ustedes (Dios no lo quiera), tuvieran un cáncer terminal y estuvieran a punto de morir… ¿celebrarían su cumpleaños? ¡Pues claro que si! ¿Entonces por que caraxos no hemos de celebrar el cumpleaños número doscientos de este país? Con esto no me refiero que tenga el país una enfermedad terminal, pero aceptemos que estamos en terapia intensiva. No habría nada más antinatura para nosotros los mexicles, que dejar de celebrar cualquier fiesta con ese parrandero espíritu que nos cargamos. Ahí los dejo con su amargor para que lo piensen.

En este inhóspito y virginal blog, ahora hablaré de otro bicentenario.
Este, no se llama así porque se celebren doscientos años, sino que se celebran dos centenarios y de ahí el nombre. Aunque pensándolo bien, en total si son doscientos años.
Este 2010, también se celebra el natalicio de mis dos abuelos, tanto el padre de mi mamá: Pancho Pistolas. Como el padre de mi papá: El Abuelo Mcrow.
Estas dos figuras que marcaron mi vida de formas muy diferentes y en algunos casos muy similares, cumplen cien años de haber llegado a este mundo y aunque hace tiempo que ya no están en él, están tan presentes hoy como lo estuvieron en vida.

Mi abuelo Pancho Pistolas era el veracruzano promedio, alegre y dicharachero. Dentista de profesión y bohemio por afición.
Era un hombre que disfrutaba de la comida en todas sus modalidades, de la que nunca se privaba.
Lo recuerdo levantándose a las seis de la mañana para tomarse su café, hacer el desayuno, bañarse, arreglarse y estar listo para cualquier cosa. Venía de una época que hasta para ir al mercado se ponían saco y corbata; siempre enfundado en su sombrero y siempre puesto para ir a donde fuera.
Como nació en plena Revolución, me imagino que por eso siempre tuvo pistola. Mi mamá me cuenta que la tenía cargada sobre el buró cuando ella era niña, aunque con los nietos ya se nos domesticó y por lo menos la guardaba. Pero eso si, a la menor provocación… disparaba. Algo sumamente peligroso porque la verdad es que Panchito no tenía muy buena puntería.
Cuando lo evoco en mi memoria, siempre lo recuerdo masticando. Nunca me han querido decir nada, pero sospecho que mi abuelo era rumiante. A lo mejor tuvo un antepasado que era conejo o ardilla. ¡Como comía Panchito!
Cuando ya tenía casi ochenta años, podía cenar como cualquier adolescente e irse a dormir tan tranquilo como si no le debiera a nadie. Algunos le velábamos el sueño para ver a que hora daba el último respiro, pero nunca pudo la comida contra el abuelo.
Era un hombre que reía a la menor provocación y no paraba hasta que le dolía el estómago. Me dicen que antes tenía un humor más agridulce. No me consta, yo solo puedo hablar por lo que ví y conmigo nos tirábamos unas carcajadas que de sólo acordarme no puedo evitar sonreír.
Recuerdo que los sábados en la noche nos poníamos a ver el box, cosa que era un espectáculo con Panchito; porque tiraba jabs y uppercuts a la menor provocación, desde luego aderezadas con los gritos de: ¡Ah que pendejo eres! contra el púgil de su preferencia. Desde entonces no volví a ver el box. No es un deporte que me guste y sin embargo disfrutaba verlo con el abuelo. Supongo que son de esos momentos que si uno pudiera pagar por volver a estar ahí, daría la cantidad que fuera.
Durante años, Panchito fue el pilar que mantuvo a la familia unida entorno a él. Cada cumpleaños nos reuníamos todos a celebrarlo con bombo y platillo. Esto bajo el eslogan de: No vaya a ser el último. El caso es que quince años festejamos a Panchito muy a gusto en la infaltable cita del seis de agosto.

Ahora que hago esta reflexión de Pancho Pistolas, me doy cuenta que seguro el sembró inopinadamente en mi, la semilla del gusto por escribir.
Disfrutaba contar sus historias, de las que tenía una para cada ocasión. Esto es lo que más me gustaba él. Creo que fui el único de la familia que nunca se cansó de escucharlas una y otra vez. Además tenía una manera de contarlas que harían temblar a cualquier novelista.
Creo que desde la primaria, cuando mi abuelo tuvo que desarrollar una monografía sobre Argentina, descubrió su talento para este inexplicable oficio. Toda la vida estuvo orgulloso de su monografía, misma que estuvo a punto de ir a dar a la basura cuando murió. De no haber sido por las heroicas manos de quien esto escribe, que la salvaron de las garras de mi madre y la bioloca, quien sin el menor pudor, iban a desechar la Monografía de Argentina que mi abuelo guardó toda su vida. Ahora yo soy el custodio de tan magna obra que de portada lleva la bandera de aquel país, pintada con lápices de colores por el propio Panchito cuando era un niño que correteaba por Orizaba.

Sin embargo, soy custodio también, del manuscrito de algunas de sus anécdotas, que incluso fueron publicadas y ganaron un premio. Ahora que lo pienso, el abuelo y yo somos los únicos escribas de esta familia. Aunque la obra de él más pequeña en cuanto a volumen, mucho más rica en premiaciones hasta ahora.

Podría yo seguir escribiendo sobre la vida y obra de Pancho Pistolas; sobre sus dichos y sus versos que hoy se han vuelto parte de la jerga de la familia. Sobre sus anécdotas y sus amigos, sobre su profesión como dentista, de la que gracias a Dios nunca me ví “beneficiado”, porque dicen que Panchito tenía la mano pesada para eso de extraer muelas. Podría yo hablar de sus legendarios huevos revueltos con frijoles. Pero la verdad es que necesitaría muchos blogs para poder darte una idea querido lector, de este hombre que marcó mi vida y al que hoy, a más de una década de su partida, aún extraño.
Su vida, su paso por este mundo y todo lo que nos dejó, eso… hay que celebrarlo en este centenario.

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