domingo, 11 de octubre de 2009

If you go to San Francisco...

“Un viaje de mil leguas comienza con el primer paso”, así dice un viejo refrán chino, aunque no estoy seguro sí el viaje a San Francisco fueron tantas leguas pero si estoy seguro que lo empezamos con un primer paso, mismo que yo di para bajarme de mi cama a una importuna hora.
Como suele sucederme antes de cualquier viaje que emprenda ya sea al fin del mundo o a Saltillo, yo no pude dormir bien.
Con mis tres horas de sueño me levante con la emoción y premura de iniciar nuestro importante recorrido el cual comprendía tres importantes etapas:

Viajar por auto a McAllen Texas (para mayor información ver Crónica McAllenesca en este espacio), volar a la ciudad de Houston y de ahí tomar un segundo avión a San Francisco. En un recorrido que nos tomaría algo así como quince horas de viaje.

Con esa premura y exagerada planeación que me caracteriza para los viajes, cogí a mi esposa (es un decir…), a mi mamá, las tres maletas y así abordamos nuestro vehículo conducido por su servilleta como flamante auriga.
Previó a esto llevé al buen Joey a su Alcatraz para perros, donde el can esperaría impaciente y contaría las horas y los días con rayitas en su celda, de que sus queridos amos volvieran a su lado.

Dos cosas no contempladas en mi milimétrico plan sucedieron. La primera de ellas fue que en Monterrey caía una pertinaz lluvia estilo londinense con un frío sabroso.
Los que conozcan esta caprichosa ciudad, sabrán que a mis amigos los regiomontanos sí uno les escupe en el piso se resbalan, chocan uno con otro y se caen. Imaginen eso ahora cuando manejan.
Esto lo digo solo para manifestar lo peligroso de la empresa. En ese momento de nuestro viaje, un choque de cualquier tipo hubiese sido fatal para nuestra apretada agenda.

La segunda cosa que sucedió y que no estaba en el plan fue que mi rodilla izquierda decidió que ella no quería ir a San Francisco, que ella se quedaba en Monterrey, que tenía muchas cosas que hacer, que le trajéramos una foca de peluche y que nos fuera muy bien.
Yo no podía dejar a mi rodilla en Monterrey, ¿Cómo hubiese caminado por esas típicas subidas y bajadas de San Francisco sin mi rodilla izquierda? Así que le ordene que de inmediato se alistara, se pusiera algo bonito y se fuera con nosotros.
Ella obedeció a regañadientes y fue, pero a modo de protesta me dolió durante todo el viaje.

Así mojados y yo lisiado, la emprendimos hasta la frontera.
El camino a McAllen fue tranquilo y sin novedad hasta que llegó el momento de cruzar la paranoica frontera de los gringos.
¿Tiene algo que declarar? Me preguntó la inusualmente guapa oficial de la caseta.
Sí - Contesté decidido- Dos botellas de tequila que llevo de regalo.
Pase ahí y pague el impuesto para las botellas. Correcto -contesté obediente como soy.
Oiga oficial nos dirigimos a McAllen porque vamos a tomar un vuelo a Houston, para después tomar un vuelo a San Francisco; por lo que necesito tres permisos de internación.

Para los que no sepan de esto, uno puede cruzar la frontera de los Estados Unidos por tierra. Pero eso no quiere decir que uno se pueda descolgar hasta Washington desde ahí a saludar a Barack y a Michelle. ¡Claro que no! Sí uno quiere internarse más de 30 millas, o algo así, debe tramitar un permiso de internación.
Ok. Así me contestó la inusualmente guapa oficial de la caseta. Pase a ese modulo de allá y tramítelos por módicos 6 dólares por permiso. Allá fuimos.

Ahí nos atendió un usualmente feo oficial de migración, que tenía cara de que le acababan de hacer el examen de la próstata.
Este Ohhsaycanyousee se me puso medio flamenco porque no llevaba yo un comprobante de domicilio.
Necesito uno para asegurar que usted no se quedará a vivir en los Estados Unidos me dijo en su ingles. No traigo ninguno le contesté en mi ingles. Y por supuesto que no pienso quedarme a vivir allá. Eso último solo lo pensé.
Necesitamos un comprobante de domicilio le dijo el usualmente feo oficial de migración a su Padawan, que lo miraba con ojos de Danielsan al señor Miyagi.

En eso, se me ocurre interrumpir al señorcito para decirle que traía yo mis recibos de nómina, una carta de mi empleo, pagos de hipoteca, acta de defunción y apuntes de historia de la secundaria ¡y que se me enoja!
Señor usted es el que tiene el problema. ¡Yo no! - me dijo en su ingles - ¡Usted es el que quiere el permiso de internación y yo se lo puedo negar sí quiero!

Me imaginé al tipo siendo devorado por varios tiburones mientras un elefante le hacía otro examen de la próstata con su patita… pero no le dije nada porque aunque mi rodilla no quisiera, yo iba a San Francisco y este baboso se quedaría en Hidalgo Texas el resto de su vida.

Después de hacernos “el favor” nos dio los permisos mismos que pagamos con sus íntegros y constantes dieciocho dólares y nos largamos de ahí yo haciendo chile con la cola (aunque el origen de esa expresión me es totalmente desconocido) pero aliviado de poder entrar a los “United” y poder comenzar la segunda fase de nuestro viaje.

Después de un anhelado desayuno en ese elegante restaurante donde solo dejan entrar a algunas estrellas de cine y a nosotros llamado IHOP; avanzamos sobre el aeropuerto de McAllen que se parece mucho a la terminal de autobuses de Querétaro.
Nos inspeccionaron nuestras visas por todos lados como sí no confiaran en nosotros, nos olieron los permisos de internación, los pasaron por una lucecita, nos quitaron los cinturones, los zapatos y por poco la dignidad y después de darse cuenta de que no éramos terroristas de Al Qaeda nos dejaron subir al avión.

Llegamos a Houston en una hora; corrimos a la otra terminal (yo solo con la rodilla derecha porque la otra se negaba), nos subimos al avión donde afortunadamente ya no nos olieron nada, nos pidió una sobrecargo de esas chistosas que nunca le han hecho un examen de próstata, que apagáramos las Blackberries, Bluberries, Rasperries y todas las berries y despegamos.

Mi esposita se dedicó a babearme el brazo derecho las cuatro horas de vuelo y mi cabecita blanca y yo intentamos dormir sin éxito. Hasta consideré pagar seis dólares para que me permitieran ver una película pero como me los había gastado en el permiso…

Llegamos a San Francisco a las diez, nuestras doce de la noche, nos subimos al taxi y treinta minutos y cuarenta dólares después, nos dejó en nuestro hotel. Todo esto duró dieciséis horas.

No me quiero imaginar cuanto nos hubiera tomado un viaje a Tokio o Rarotonga.

2 comentarios:

  1. Tu esposa o tu madre, no hay que confundirlas; de lo contrario suena mórbido. Suerte.

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  2. Menos mal que tuviste mano izquierda y al final te permitieron ir una vez dentro de lafrontera que sino, probablemente el relato hubiera cambiado una barbaridad
    Un rampyabrazo.

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